sábado, 29 de marzo de 2014

Adaptación de un cuento bizarre

Por M.Bocannera



En algún lugar del Petén, cerca de la  frontera con México,  en medio de la  selva tropical  húmeda,   a unos  cuantos  metros de un  río  infestado de  cocodrilos, yacía un caserón destartalado que según dicen, había servido de refugio de  chicleros, mineros,  contrabandistas, terroristas y guerrilleros. Más recientemente era  un contagiadero de sífilis, gonorrea, chancros  y otras enfermedades sexuales,  frecuentado por narcos de poca  monta, quienes entre los réptiles, el paludismo, el  calor  y la   humedad asfixiante de la selva recurrían a los alientos de unas cuantas mozas para drenar el líquido seminal que  yacía en sus pelotas.  Nadie   sabía de  donde habían venido, pero todos los que usaban la ruta para sus oscuros delitos sabían que ahí estaban las mozas dispuestas al placer. Los más recataditos, porque tenían vieja,  no tenían pisto, o porque andaban una cruz entre el culo,  por lo menos se  detenían  a zamparse un trago o una cerveza.

No eran muchas  según me dijeron,  normalmente eran entre  cuatro  y seis  chavalas las que se ganaban la  vida en el riesgoso oficio de la prostitución.   Lo que era  cierto es que iban y venían, porque en este oficio  como me dijo una vez   una  bumangesa en San José,  nadie aguanta mucho.  Pero entre las chavalas  había  una que permanecía, y  que además era la más buscada por los narquillos que caían por ahí. Ninguna de las otras  putas sabía por qué.     

La  chavala tiraba a fea, y era poco aseada,  no se maquillaba,  y en ocasiones ni siquiera se cambiaba la ropa.  Además era coja,  le hacía falta el pie derecho, a la altura de donde debía tener el tobillo tenía un muñón que siempre andaba  cubierto.  Lo que sí, es que religiosamente cada mañana,  a veces en su habitación, otras bajo el sol,  o alguna   ceiba  que le daba sombra,  ponía un mantel sobre el suelo blanco de la zona, se sentaba,  y hacía ejercicios de  gimnasia para mantener la flexibilidad.   

Las  otras chavalas asumían  que era a causa de su lesión y  todas,  se preguntaban por qué era tan  gustada por los clientes.  Bonita no era, sexi tampoco, menos joven,  y todas  además, tenían muy claro,  que sus clientes,  después de las   jornadas  en la selva,  transportando las pacas de mota, coca,  los sacos  de  billetes,   o los cargamentos de  municiones de  ak´s,  primero buscaban   el refugio maternal,  un poco  de cariño, algo de amor, y luego lo demás.  

– ¿Qué era lo que la hacía  tan especial?

Cuando les preguntaban, ninguno decía nada, más bien se enojaban si les  insistían.  Si bien la mayoría eran narquillos, respondían a su oficio,  y el revolver en el cincho  nunca se lo quitaban,  incluso  cuando estaban en la folladera  lo tenían al alcance de la mano, así  que mejor no insistirles mucho,  porque esas alimañas a cualquiera le dejaban ir un par de tiros, uno para que le duela, y el otro para que se  acuerde.

Conforme pasaba el tiempo,  aumentaba el misterio del por qué  todos los clientes siempre querían con ella. La situación iba de mal en peor,  al punto de que llegó un día  que solo los primerizos  querían con las otras, todos los que ya habían estado con la coja,  querían  con ella, y no les importaba esperarse.

Eso hasta que otra puta vieja  se dijo una mañana, de una vez por todas voy a averiguar que es  lo qué hace  esa rana fea, porque así nos vamos a morir de hambre. Las otras la respaldaron. Un viernes  temprano, mientras la coja hacia  gimnasia bajo una ceiba,  la  puta  vieja,  con la ayuda de una gubia y un martillo, abrió una hendija entre  las tablas de madera que componían una de las paredes de la habitación de la coja.  El agujero tenía el tamaño justo para pasar desapercibido  pero  permitía echar un ojo a la cama, en el interior.  

Ahí se sentó a mirar, y otras a su alrededor,  esperaban  que les dijera qué era lo que sucedía. En el interior de la habitación, los rigores  fueron los mismos de cualquier situación similar. Entrar, tomarse un par de tragos para agarrar valor y  los silencios obligados. Luego la coja le preguntó al cliente, ¿normal o el especial?  Y el hombre, sin mirarla, avergonzado se quedó callado.  Fue la coja la que respondió a su pregunta, el especial. Después pagar, quitarse la ropa, poner el revolver sobre una cómoda, para tenerlo siempre a mano.  Ella la  coja, sentada sobre la cama se quitó  el  pedazo de media vieja que le cubría el muñón de la pierna.  Después continuar,  unos  besos  cavernosos,  las mamadas infecciosas, y el tipo sobre la tipa, con los esperpénticos espasmos.  La  coja abierta de horquetas, afanada trabajando, ofrecía un triste espectáculo, en el cual lo único particular, era el muñón, como un tentáculo,  posado sobre las nalgas del cliente.   La habitación era  un  vaho caliente,  y apestoso, pero la  vieja puta, seguía mirando a través del agujero, y las otras alrededor, esperando. Entonces  fue cuando la coja hizo un movimiento  extraño,  sacó la cadera bajo del hombre, estiró la pierna   y  colocó el tentáculo sobre las nalgas del cliente.  

Luego, de súbito,  pero despacio,  con cuidado, se podría decir que con amor, lo comenzó a ensartar entre las carnes del  fulano.  La  vieja  puta, que observaba, por poco se cae  de la sorpresa cuando  vio aquella escena,  hizo  unas  señas a las   putas  que esperaban por noticias,   y todas pelaron los  ojos, asustadas. Aunque  alguna, diría después, ya lo sospechaba.    Y el  hombre no duró mucho,  digamos dos  o tres minutos, con aquello entre el culo, hasta que  reventó,  y quedó tendido sobre  ella, sin hacer nada, mancito mancito, esperando que ella completara la operación y le sacara todo aquello del trasero, sin causarle dolor.

Cuando terminó el acto, el  narquillo, que no podía ni hablar, le dio un billete para que  la coja guardara el secreto. Luego se vistió despacio,  y salió de la habitación.  Las que lo vieron a travesar el salón del lupanar dijeron que era otro, en su gesto algo había cambiado, se le veía más feliz, más relajado. 

La verdad es  que ninguna puta le dijo nada a la coja, pero en materia de clientes, aceptaron que estaban jodidas,  lo que lo que la coja ofrecía, no tenía comparación.



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Bocannera dixit:  Este cuento me lo contó alguien en el D.F, y según me dijo,  figura  en una colección de relatos sobre cuerpos mutilados. El asunto es que yo no he leído el cuento  original, así que esta narración es la narración de la narración, la persona  que me lo contó  tampoco lo había leído, si no que a ella se lo contó,  la supuesta amante del autor. Así que  entre lo que ella me contó, lo que le contaron a ella, y yo trato de contarles a ustedes,  algo  habrá  algo de ficción.